Música y ciudad
Sigo el trazado usual. Micro y luego metro. Mientras, voy escuchando los clásicos del bossa nova –Garota de Ipanema, Insensatez, Desafinado y tantos otros-, a la vez que leo El rey de La Habana, del cubano Pedro Juan Gutiérrez. En el libro, esa ciudad se me aparece tan distinta a Santiago, más pobre, pero más colorida y mucho menos anémica, a pesar de la repentina saudade que me invade desde las voces de Tom Jobim y Joao Gilberto, y desde un país que vive los sentimientos al límite de lo paradójico, como es Brasil.
Llego a Providencia, para realizar un par de paradas antes de llegar a destino. Cómo no pasar por las mejores disquerías de Santiago. B, Musicland, Billboard, Kind of Blue... En esta última lo primero que hago es dirigirme a la sección del sello ECM, cuyo catálogo de jazz es de lujo. Hace un tiempo la tienda exhibía en las primeras vitrinas la colección Jazz in Paris o Night in Paris (o algo muy parecido). Miro decepcionado las nuevas carátulas que la reemplazan. Le pregunto al vendedor, quien me dice que ya se ha vendido todo. Era de esperarse. Paso por el Portal Lyon, por Interprovidencia y finalmente por el caracol Dos Providencias, un lugar tétrico digno de la desaparecida disquería Séptimo Sello, que traía lo mejor de la música gótica y de la world music a Chile. Recuerdo cuando compré Piirrah, de Dvar, hace unos años, cuando recién comenzaba a descubrir este mundo extraño, oscuro, de una violencia implícita, distinta a la de otros géneros.
Se abre un resquicio entre las nubes y entreveo el sol que asciende hasta el centro del cielo, dando paso al mediodía y a las horas siguientes. Me voy caminando hasta el Café Literario, para servirme algún almuerzo o algún entremés que calme el apetito incipiente que ya se deja sentir en mi estómago. Por supuesto no pierdo oportunidad y agarro un libro de cualquier estante. Me topo con Lecciones para una liebre muerta, de Mario Bellatín y me voy internando en sus incontables fragmentos e imágenes, escenas que no sé a dónde me van a llevar. Aún no he comido, y se me ocurre algo. Tomo el celular y llamo a un amigo para decirle que voy a almorzar con él. No tiene ninguna complicación en aceptar. Él vive solo en un departamento en el centro y él mismo se cocina todos los días. Así que acordamos la hora.
Llego al edificio, lo llamo de nuevo y me dice que pase, que dejará la puerta abierta porque justo está ocupado terminando de cocinar. Subo las escalas y cuando abro la puerta de su departamento, lo primero que llega a mis oídos es un concierto para piano. Maravilloso. Es inconfundible: el número dos de Rachmaninov. Nos sentamos a la mesa a conversar, mientras me deleito con lo que preparó. El guisado de arvejas y papas, acompañado de un buen trozo de lomo realmente me sorprende. Yo no esperaba más que tallarines con alguna salsa envasada. Pasamos la tarde distendidamente, echados sobre el sofá, viendo la televisión y hablando. Yo le cuento de mis proyectos literarios y el me enseña su colección de películas.
De pronto, como si no hubiesen transcurrido más que unos pocos minutos desde que me dejé caer por su casa, el cielo se torna oscuro. Entonces salimos rumbo a una pequeña cafetería en calle Merced, un lugar acogedor donde además se puede escuchar buen jazz. Ya estando ahí nos servimos café y unos sandwiches, mientras suena de fondo el Kind of Blue, del genio Miles Davis. Creo que daría lo que fuera por haber nacido unas décadas antes y poder viajar a Estados Unidos o Francia o Alemania para escucharlo tocar en vivo. Ahora, en el local, la música sale acompasada y penetrante desde el altoparlante. Al final, se hace tarde y tengo que irme. Me despido de mi amigo. Nos damos un fuerte abrazo y le agradezco la hospitalidad en su apartamento.
Al llegar a mi casa me encuentro con las luces a media potencia y mis padres, al centro del living, demostrando unas dotes de bailarines que no les conocía, al inmejorable compás de La Cumparsita. De inmediato acude a mi memoria Por una cabeza, de Gardel, inmortalizada por el baile de Al Pacino en Scent of a woman. Como los veo tan íntimos, decido no perturbarlos y me deslizo silenciosamente por las escaleras hacia mi cuarto en el piso de arriba. Creo que me alegro de ver mi cama. Debo reconocerlo; estoy algo cansado y unas horas de sueño no me sentarían nada de mal. Mañana comienza un nuevo día, de renovados ires y venires, desde las seis de la mañana, hora en que mi equipo de música vuelve a cobrar vida, encarnado esta vez en un aparato infernal, cuyas luces en la oscuridad me parecen ojos de fieras salvajes, y cuyos parlantes se asemejan a portentosas fauces esperando el instante preciso en que se cerrarán sobre mi memoria. Y como si quisiera adelantar este evento, me interno ahora bajo las sábanas y bajo el bosque milenario en que es transformada mi habitación por las melodías de Dead Can Dance. Y duermo. Duermo placenteramente.
1 Comments:
Wow...que buen escrito, me encanto, el ritmo esta muy genial, acompasado, para seguir en el tema...es real??..porque si es asi, quiero tu vida!!, me encanto, es como tan Woody Allen...esops...
>_®
14/10/07 7:08 p. m.
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