zumbidos de abejas o avispas o abejorros en los oídos o en la mente

viernes, diciembre 14, 2007

Submundos cubanos

Este es un pasaje notable de un libro notable. Reynaldo (Rey), un niño de 16 años de un barrio muy pobre de La Habana, regresa aquí luego de marcharse 3 años atrás a causa de la muerte de su hermano, su madre y su abuela, y de convertirse en un vagabundo más. Enseguida acude a la casa de Fredesbinda y su hija (que ahora se ha marchado a Italia), quienes fueron sus vecinas en esos tiempos.


“(…)Fredesbinda tenía solo cincuenta y dos años, pero estaba demacrada, flaca y triste. De aquellas hermosas y grandes tetas que él tanto admiraba cuando se pajeaba en su azotea, sólo quedaban unos pellejos abundantes y flácidos cayendo hasta la cintura dentro de la blusa. Atormentada, miraba al suelo, olvidada de Rey. Entonces pareció acordarse de él:
- Estás hecho un desastre. Mucho peor que cuando vivías aquí.
Rey no contestó. Ya no tenía deseos de hablar más.
- Voy a calentar algo para que almuerces. Pero báñate primero para botar esos trapos curiosos. Ahí tengo una ropita limpia que te puede servir.
La vieja tenía un baño microscópico dentro de la habitación. Le alcanzó un cubo de agua fría, un jabón y un trapo. Él se restregó sin prisa. No le gustaba bañarse, pero de vez en cuando venía bien.
- Lávate bien la cabeza para que vayas a pelarte luego por la tarde.
Rey no contestó. Pensó: “¿Ella se creerá que voy a quedarme aquí?”
La vieja siguió:
- (…) Bueno, no te apures tanto. Te puedes quedar unos días.
“Ah, esta vieja quiere un rabaso por el culo, pero esto es una trampa, aquí no me puedo quedar muchos días”, pensó.
En ese momento Fredesbinda corrió la mínima cortina plástica del baño y le extendió un pantalón, desteñido pero en buen estado. Al mismo tiempo su vista se corrió hasta el sexo de Rey:
- Tú ves, bañado y limpio es otra cosa. Toma, agua de colonia…, a ver, yo te la pongo.
De sentir a Fredesbinda mirándolo, Rey sintió que su tranca empezaba a hincharse. Cuando ella le frotó el pecho y el cuello con agua de colonia, la pinga se le puso tiesa como un palo. A la vieja le brillaron los ojos, su rostro se puso alegre y pareció retroceder en un instante de los cincuenta y dos a los veinte gloriosos años.
- ¡Oh, qué pinga más linda1
La agarró con las dos mano, apretando. Le sobó los huevos. Era una espléndida y gruesa tranca de veintidós centímetros, de un color canela bien oscuro, con una pelambrera negra y brillante. Hacía mucho tiempo que no tenía sexo. Le había cogido el culo a unos cuantos maricones en el reformatorio. Pero no abundaban allí los maricones y se los disputaban a golpes, lo cual divertía mucho a las locas. Ver a los machitos fajados por ellas. Él se lió a golpes dos veces, pero después decidió que no merecía la pena. Entonces se masturbaba cada noche, pero nada como una buena mamada experta, seguida de un buen bollo húmedo y oloroso después, con sus respectivas tetas, una cara linda con el pelo largo, y además, el culo opcional, para variar un poco de hueco.
Fredesbinda era la reina de la mamada. Vivía orgullosa de sus capacidad succionadora. Se la sacó un instante de la boca. Apenas el tiempo necesario para cerrar la puerta, desnudarse, lanzarlo a él sobre la cama y ella encima. A seguir chupando. Después se la introdujo ella misma, ansiosa. Tenía un chocho oscuro, pero igual de succionador, musculoso, potente. Rey se vino tres veces sin perder la erección y ella pidiendo más. Al fin terminaron, sudando, agotados, y dormitaron un rato. El calor era insoportable y se levantaron abotargados. Comieron un poco de arroz y frijoles. Fredesbinda le dio dos pesos y fue a pelarse. Se sentía bien y había recuperado confianza en sí mismo. Echar un buen palo y dejar satisfecha a una mujer siempre es estimulante. Rey se sentía bien macho. Vigoroso como nunca.
Cuando regresó de la barbería parecía otro. Afeitado, bien pelado, con ropa limpia y unas chancletas de goma casi nuevas. A pesar de esto parecía tener más de dieciséis años. Podía pasar por veintidós y hasta veinticuatro. Tenía una expresión dura en el rostro. Y hambre, mucha hambre. Así pasó una semana. Ni él ni Fredesbinda trabajaban. Sólo encerrados, templando, comiendo y bebiendo ron. Las perlanas de Rey la tenían loca:
- Papi, ¿de dónde sacaste esas perlas en tu pinga? Yo nunca había visto eso. ¡Eres un loco, cabroncito!
Rey aprendió a usar las perlas frotándolas contra el clítoris de Fredesbinda. Y las perlas convirtieron definitivamente a Rey en El hombre de la Pinga de Oro.
Se acabó el dinero y la comida de la vieja. Templaban tres o cuatro veces al día y la vieja se demacró, le brotaron más arrugas, tenía el cuello cubierto de chupones violáceos. Ron, cigarros, sexo y música de la radio. Buena música de salsa. ¡Eso era la vida! ¡Eso es la vida! ¡Eso será la vida! ¿Qué más se puede pedir? (…)”

El Rey de La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez