zumbidos de abejas o avispas o abejorros en los oídos o en la mente

domingo, mayo 24, 2009

Leer a Benedetti hoy

MarioBenedetti (1920-2009) probablemente se hubiera reído de un título así. Él era bastante humilde y romántico, también, como sus poemas, y sobre todo con el ingenio a flor de piel, como se aprecia en sus cuentos. Murió a los 88 años, este domingo 17 de mayo: toda una vida política y literaria por detrás.
Siempre he dicho que, más que sus poemas, lean sus cuentos. En ellos encontramos esas historias y escenas mínimas pero grandiosas, la prosa sencilla, hipnótica y los pasajes hilarantes, que revelan al buen observador, como lo fue, de su sociedad.
Recordamos al maestro, entonces, con algunos fragmentos de uno de sus cuentos.

De paso, le dedico el texto a N y C, dos mujeres extrañas, intrigantes, que me hacen recordar, en cierto modo, a la protagonista

José nomás
1.

A la diez de la mañana, Isabel Ríos abre un solo ojo. Enseguida lo cierra para convencerse de que duerme aún. Tuvo una madrugada embarazosa, con alcohol, boogies, guarangos y sexo. Necesita reponerse. Necesita estar bien, completamente bien para esta noche. Pero su cuerpo de veintitrés años, redondeado, tibio, fatigado, se niega a obedecer.
A las diez de la mañana, Isabel Ríos no se ha incorporado al día, vive porfiadamente en la atmósfera de ayer, oye aún las bromas indecentes de Juan Pedro, siente los manoseos del menor de los Fuentes -un niño prodigio, verdaderamente una ricura-, baila con todos, salta con todos, está en el torbellino como la mejor pieza de una máquina enloquecida, que no puede arrepentirse ni sabe detenerse.
Cuando estaban en la séptima vuelta, es decir, casi frescas, María Recalde la llevó al balcón y le dijo muy seria: "¿Te parece que hacemos bien?" La idiota. Siempre se preocupa hasta la octava copa, después goza como todas, como todas se deja besuquear, los deja propasarse. Juan Pedro lo sabe y le ofrece más: "Hay que emborrachar esos escrúpulos, mi hijita." Pero ella no lo dice por sí misma. Piensa en los novios que le ha hecho perder a su hermana, la decente.
Isabel sabe por experiencia que si se pone a pensar de veras, inevitablemente llora. Por eso no le gusta María. ¡Como si no se hubiera decidido! Todas se han decidido alguna vez, aun la primera. Ella sabe que no existen las "engañadas", las "pobres inocentes". Así que reconoce su culpa y sigue. ¿Acaso es posible detenerse? Hubiera preferido la vida buena, claro. Pero una vez en el baile, hay que bailar. ¡Y cómo baila! Que lo digan ellos. Después de todo, ¿hubiera preferido otra existencia? El matrimonio con casita y suegra, con hijos y abortos alternativamente, le produce a la vez asco y envidia. Quién puede saberlo.
Ahora está despierta. Entre el ropero y al pared cuelga una telaraña. El vestido gris está hecho una pelota sobre la silla, pero no necesita plancharlo. Esta noche se pondrá el verde.
Eso la deja momentáneamente tranquila, pero los dedos de la mano izquierda reconocen el papel que han estrujado durante el sueño. Usted no me conoce, no me ha visto nunca. Hace un mes que no me ha visto nunca, ni siquiera para tener el derecho de olvidarme. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Yo puedo seguirla, en cambio, diariamente. Sólo dos cuadras. No quiero, no quise perseguirla, penetrar en zonas que no son usted. Pero la vi hablar con su amiga y pude seguirla a ella, recibir de ella sus señas. Mañana de noche, a las once, yo estaré en la esquina. Usted vendrá o no. ¿Su amiga? Claro: Julieta. ¿A qué se meterá? Éste, naturalmente, está loco. Que se pierda la noche por él. Está chiflado. Pero qué estilo, señor. Qué telegrama. Usted vendrá o no. Menos mal que le da permiso. Claro que no. Algún vivo.
Entonces decide ordenar la jornada. Desayuno. Almuerzo y siesta con Gonella. Después, el dentista. Dios mío, el dentista. EL doctor Valles. Verlo ahora como profesional. Buen chismoso el tipo. De soltero era más simpático. Pensándolo bien, hace lo menos dos años que no se acuesta con él.

3.

(...) Isabel cerró los ojos y volvió a ver la carta. Quedó más bien atónita, porque la había olvidado y ahora de pronto sabía que iría. Apretó bien los ojos, obstinadamente para verla mejor, con su letra vigorosa y abierta, como si todo lo que se podía decir, estuviera allí. Hace un mes que no me ha visto nunca. Gonella levantó trabajosamente una pierna con los dedos doblados hacia abajo, en un violento calambre. Luego emitió dos gruñidos sordos, como parodiando la queja que efectivamente referían. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Gonella se restregaba furiosamente el pie, sin desprenderse de su sueño. De golpe se sintió impulsada hacia aquel otro que ignoraba. Pero Gonella empezaba a despertarse e Isabel pensó rápidamente que sí, a las once, para dejar las cosas resueltas antes de que éste dijera algo, antes de vestirse para ir al dentista. (...)

5.

Bajaron la escalera. Ella depositó el bolso sobre la arena húmeda. Él se quitó la gabardina y la extendió para que Isabel se sentara. Era una noche ofensivamente templada y transparente, sin viento, ni neblina, en perfecto equilibrio.
-¿No es esto magnífico? -dijo él. Ella asintió con desconcierto y se pasó las manos por las piernas encogidas.
-¿O no le gusta la paz? -agregó él.
-Francamente, no.
Ella lo miró con atención. Era un tipo flaco, nervioso, inteligente, con un rostro de veinte años bajo la barba cerrada. Desde allí abajo sólo lo veía medias, pero le gustaba.
-Usted mantiene una máscara antisentimental.
-Actualmente no. Pero los mimos me dan asco.
-Yo no pienso tocarla.
-Mejor entonces.
Él se inclino y le puso la mano sobre el hombro. Eso no era tocarla.
-¿De dónde sale usted? -preguntó ella.
-Oh, de cualquier parte. Pongamos que soy estudiante.
-Ah.
-O marinero.
-No.
-O taquígrafo.
-¿Qué más?
-Imaginemos provisoriamente cualquier estado. Yo por ejemplo imagino que usted es...
-Virgen.
-No. Ingenua. No puede recuperar su virginidad, su virginidad espiritual, claro.
-Ni la otra, felizmente.
-Pero puede no obstante ser ingenua. Una prueba a favor: usted vino esta noche.
-Yo diría que es una prueba en contra.
-No tiene importancia. Además de éste, usted dice al cabo del día también otros disparates. Y los demás los creen.
-Por favor, no quiero que me ofenda. No quiero que lo pasemos mal.
-No podríamos nunca pasarlo mal. Usted es demasiado...
-Le dije que no me ofenda. No quiero tomarle fastidio.
-¿No quiere? Entonces deje que la comprenda. Lo que sucede es que no resulta agradable comprenderla. Ni para usted ni para mí. Supongo que no podría creerme si le digo que preferiría que se pusiera a llorar.
-No, no podría.
Desde la rambla una pareja se detuvo a mirarlos. Como eran los únicos, imperdonables habitantes de la arena.
-Dígame ahora cómo se llama.
-¿Para qué?
-Diga
-Alberto.
La mujer de la rambla condensó su excitación en una carcajada áspera, de hembra turbada pero arisca.
-Alberto.
-¿Eh?
-Creo que sí, que podría.
-Que podría creerme si le digo...
-No. Que podría llorar.
-¿Y por qué?
-Soy una idiota.
-Sí. Yo también.
-Lloro sólo por eso. Porque usted no me manosea, porque no me toca.
-Sí, por eso mismo es que soy un idiota.
El hombre de la rambla también se ríe. Pero no está turbado. Con el brazo derecho oprime la cintura de la mujer y la anima a seguir. Evidentemente, tiene prisa.
-Alberto.
-Sí.
-Nada. Sólo decirlo. Alberto. Alberto. Alberto.
-¿Juega a quererme?
-No. Alberto. Alberto.

6.

Subieron la escalera. Dos cuadras más allá estaba el ómnibus, sin luz, en la terminal.
-Pobre querido -dijo ella. Él arrugó y desarrugó el entrecejo, como haciéndose a sí mismo una señal de inteligencia.
-Y no ibas a tocarme.
-Te juro que no.
-Oh, te creo.
-Parece que dejamos de ser idiotas.
-Ahora somos dos tranquilos herejes.
-Dos herejes nomás.
-¿Por qué será?
-¿Por qué será qué?
-Que hubiera preferido no hacerlo contigo. Estaba segura de que no debíamos.
-Yo también. Pero fue más fuerte. No te aflijas ahora.
-Alberto.
-¿Cómo?
-Qué imbécil me siento. Nunca estuve tan triste. Como si hubiera perdido la oportunidad, la única.
Él la miró indeciso, como si fuera a decir algo. Pero el ómnibus se movió lentamente.
-Mirá, ya sale.
-¿Te quedás?
-Sí.
-¿Puedo llamarte a algún sitio?
-No. No me llames.
-¿No querés?
-No sé si quiero. Pero no me llames.
-Alberto.
-Mirá, no me llames Alberto. Me llamo José. José nomás.
-Sí, Alberto.

sábado, mayo 23, 2009

Frente a cualquier explicación posible, sólo diré que son extraños los caminos que nos llevan a reencontrarnos con lo viejo, con lo pasado. Este último tiempo he leído bastante poesía (al menos mucha más de la que suelo leer durante el año), inicié una especie de diario de vida y otro de reflexiones, ambos a comienzos de año... y sin embargo lo que me obliga a volver (a recaer) acá, lo que me llama más fuertemente, son los libros. Lo que me implulsa a escribir en este mismo segundo, pudiendo ser el vaciamiento de muchas impresiones acumuladas a lo largo del tiempo, son los libros. En particular los que vi el miércoles en dos stands instalados en mi universidad: eran alucinantes. Entre varios clásicos universales, otros de poesía y los infaltables de corte filosófico e histórico, estaba el guión de La vida secreta de las palabras -por Ediciones B-, de la magnífica Isabel Coixet, un filme bellísimo que me emocionó, me incomodó y me hizo preguntarme bastantes cosas acerca de practicamente todo (lo lamento por mi imprecisión, pero es a propósito, para despertar la curiosidad a quien lea esto y la vea). ¿Qué hacía su guión ahí? Ni idea. Fue muy freak. De hecho, es la primera vez que veo un guión en una "feria" del libro. Junto a éste se encontraba uno de Italo Calvino y El libro de arena, de Borges. Más allá, repartidos por todo el mesón, tres de Bioy Casares, entre ellos Dormir al sol. En poesía, la Antología virtual de Hahn, y una edición bastante nueva que incluía los Poemas del País de Nunca Jamás junto con las Crónicas del forastero, de Teillier. También una selección de poesía de la argentina Alfonsina Storni. De Soriano, por ejemplo, tampoco había visto muchas cosas (por no decir nada), pero acá tenían (y ni siquiera en primera orgullosa fila) el Cuarteles de invierno. Habían tantos libros. Los adioses y El pozo, de Onetti, juntos en una edición de Punto de Lectura; El conservador, de la Gordimer, en un DeBolsillo, me parece; un Cuentos de terror, de Conan-Doyle (increíble, ¿no?). Otro: El picadero, de Couve. Otro: un volumen de cuentos de Julio Ramón Ribeyro, editado por Espasa... ¡Julio Ramón Ribeyro! Lo buscaba hace tanto (cansado de sólo saber de él a través de las reseñas de Zambra, Rivas y Paz Soldán). ¿Qué más? Gracias por el fuego, del maestro Benedetti; La ciudad y los perros, de Vargas Llosa; de Doris Lessing El sueño más dulce -de su última época- y La costumbre de amar -de su primera época-; Los cardos del Baragán, de Panait Istrati; Todo Ubu, el teatro extraño y absurdo-cómico de Jarry; Diario de un loco, de Gogol, con el genial cuento homónimo... Y quizás varios etcéteras más (entre tanto libro bueno la memoria colapsa inevitablemente), varios etcéteras más, decía, pero menores. Qué gusto. Qué placer. La lectura... Y la escritura.