zumbidos de abejas o avispas o abejorros en los oídos o en la mente

domingo, octubre 28, 2007

La verdadera historia de Caperucita Roja

Rotkäppchen

Había una vez una chica que durante siete años no pudo ver a su madre. Ella llevaba como vestido una armadura y siempre le decían: “Cuando esa armadura esté gastada por el uso encontrarás a tu madre”. Entonces ella la restregaba cada vez más contra la pared para que se estropeara. Y por fin la armadura se estropeó y ella compró pan, leche, queso y mantequilla. Se lo quería llevar a su madre.
Cuando pasaba por el bosque se encontró con un lobo que le dijo: “¿Qué llevas ahí?” Ella contestó: “Pan, leche, queso y mantequilla; un poco de cada uno”. El lobo dijo: “Dame eso”. Pero ella se negó porque era un regalo para su madre. Después el lobo le preguntó: “¿Qué camino prefieres, el de las agujas o el de los alfileres?” La chica contestó: “Iré por el camino de los alfileres”.
Entonces el lobo fue por el camino de las agujas y se comió a su madre. Después la chica llegó a la casa y dijo: “¡Mamá, abre la puerta!” “¡Empuja, la puerta no está cerrada con llave!”, respondió el lobo. Pero no pudo abrir la puerta. Entonces la chica pasó por un agujero y entró en la casa.
“Mamá, tengo hambre”. “Dentro de la alacena hay carne”. Era la carne de su madre a quien el lobo había matado. Un gato grande salió de la alacena y dijo: “Te estás comiendo la carne de tu madre”. “¡Mamá, dice el gato que ha salido de la alacena que me estoy comiendo tu carne! ¿Es verdad, mamá?” “Es mentira. Tírale los zuecos a ese gato”.
Después de comer la carne tuvo mucha sed. “Mamá, tengo sed”. “Dentro del cántaro hay vino. Bébetelo.” Entonces apareció un pajarito que se posó en la chimenea y dijo: “Te estás bebiendo la sangre de tu madre. Es sangre de tu madre.” “¡Mamá, el pajarito que está en la chimenea dice que estoy bebiendo tu sangre! ¿Es verdad, mamá?” “Tírale la caperuza roja a ese pajarito”.
Después de comer carne y beber vino le dijo a su madre: “Mamá, estoy cansada. Tengo mucho sueño”. “Ven conmigo y descansa”. Cuando la chica se quitó la ropa y se acercó a la cama, la madre se cubría la cara con la caperuza. Su postura era extraña cuando dormía. “Mamá, ¡qué orejas más grandes tienes!” “Para oírte mejor, niña mía”. “Mamá, ¡qué ojos más grandes tienes!” “Para verte mejor, preciosa”. ¡Mamá, ¡qué uñas más grandes tienes!” “Para agarrarte mejor, querida niña mía”. “Mamá, ¡qué dientes más grandes tienes!”

jueves, octubre 25, 2007

El mejor en 100 palabras

A raíz de que ya se publicaron los 11 cuentos finalistas del concurso literario Santiago en 100 palabras, quiero remitirme a uno que no estuvo entre ellos pero que debió estar este año o cualquier otro, o que tal vez está ahí, en el aire, sin que lo veamos, espiándonos, observando cómo nos movemos, nuestros gestos y desazones, sin preocuparse lo más mínimo por un premio más o uno menos, porque ya ha ganado suficientes o aun si no hubiese obtenido ninguno. Uno de los fundadores. El mejor en 100 palabras.

Su amor no era sencillo

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
Mario Benedetti, en Despites y Franquezas

sábado, octubre 13, 2007

Música y ciudad

Día jueves. Nublado. Es el único día de la semana que no tengo clases. Siendo así, qué importa el clima. Muchos dormirían todo el día, sin embargo, en mi caso mi naturaleza meticulosa y obsesiva no me lo permite. Como en cualquier otra jornada, me levanto con el despertador de mi equipo de música, que reproduce el Agaetis Birjun, el disco de Sigur Rós que algunos críticos consideran como el más bello de esta década o aun más. No tengo nada urgente que hacer, ni pruebas ni trabajos para mañana, así que decido ir al centro de Santiago. Quiero admirar su arquitectura, encontrar a sus gentes, beber sus cafés, sentir su aroma. Sí, ese aroma impregnado de smog, pero único y particular de esta ciudad y de ninguna otra en el mundo, al fin y al cabo. Tal vez, sólo desee caminar y caminar y transponer "los duros ángulos de las calles" de esta "humeante ciudad de asfalto", como diría Dos Passos de su New York.
Sigo el trazado usual. Micro y luego metro. Mientras, voy escuchando los clásicos del bossa novaGarota de Ipanema, Insensatez, Desafinado y tantos otros-, a la vez que leo El rey de La Habana, del cubano Pedro Juan Gutiérrez. En el libro, esa ciudad se me aparece tan distinta a Santiago, más pobre, pero más colorida y mucho menos anémica, a pesar de la repentina saudade que me invade desde las voces de Tom Jobim y Joao Gilberto, y desde un país que vive los sentimientos al límite de lo paradójico, como es Brasil.
Llego a Providencia, para realizar un par de paradas antes de llegar a destino. Cómo no pasar por las mejores disquerías de Santiago. B, Musicland, Billboard, Kind of Blue... En esta última lo primero que hago es dirigirme a la sección del sello ECM, cuyo catálogo de jazz es de lujo. Hace un tiempo la tienda exhibía en las primeras vitrinas la colección Jazz in Paris o Night in Paris (o algo muy parecido). Miro decepcionado las nuevas carátulas que la reemplazan. Le pregunto al vendedor, quien me dice que ya se ha vendido todo. Era de esperarse. Paso por el Portal Lyon, por Interprovidencia y finalmente por el caracol Dos Providencias, un lugar tétrico digno de la desaparecida disquería Séptimo Sello, que traía lo mejor de la música gótica y de la world music a Chile. Recuerdo cuando compré Piirrah, de Dvar, hace unos años, cuando recién comenzaba a descubrir este mundo extraño, oscuro, de una violencia implícita, distinta a la de otros géneros.
Se abre un resquicio entre las nubes y entreveo el sol que asciende hasta el centro del cielo, dando paso al mediodía y a las horas siguientes. Me voy caminando hasta el Café Literario, para servirme algún almuerzo o algún entremés que calme el apetito incipiente que ya se deja sentir en mi estómago. Por supuesto no pierdo oportunidad y agarro un libro de cualquier estante. Me topo con Lecciones para una liebre muerta, de Mario Bellatín y me voy internando en sus incontables fragmentos e imágenes, escenas que no sé a dónde me van a llevar. Aún no he comido, y se me ocurre algo. Tomo el celular y llamo a un amigo para decirle que voy a almorzar con él. No tiene ninguna complicación en aceptar. Él vive solo en un departamento en el centro y él mismo se cocina todos los días. Así que acordamos la hora.
Llego al edificio, lo llamo de nuevo y me dice que pase, que dejará la puerta abierta porque justo está ocupado terminando de cocinar. Subo las escalas y cuando abro la puerta de su departamento, lo primero que llega a mis oídos es un concierto para piano. Maravilloso. Es inconfundible: el número dos de Rachmaninov. Nos sentamos a la mesa a conversar, mientras me deleito con lo que preparó. El guisado de arvejas y papas, acompañado de un buen trozo de lomo realmente me sorprende. Yo no esperaba más que tallarines con alguna salsa envasada. Pasamos la tarde distendidamente, echados sobre el sofá, viendo la televisión y hablando. Yo le cuento de mis proyectos literarios y el me enseña su colección de películas.
De pronto, como si no hubiesen transcurrido más que unos pocos minutos desde que me dejé caer por su casa, el cielo se torna oscuro. Entonces salimos rumbo a una pequeña cafetería en calle Merced, un lugar acogedor donde además se puede escuchar buen jazz. Ya estando ahí nos servimos café y unos sandwiches, mientras suena de fondo el Kind of Blue, del genio Miles Davis. Creo que daría lo que fuera por haber nacido unas décadas antes y poder viajar a Estados Unidos o Francia o Alemania para escucharlo tocar en vivo. Ahora, en el local, la música sale acompasada y penetrante desde el altoparlante. Al final, se hace tarde y tengo que irme. Me despido de mi amigo. Nos damos un fuerte abrazo y le agradezco la hospitalidad en su apartamento.
Al llegar a mi casa me encuentro con las luces a media potencia y mis padres, al centro del living, demostrando unas dotes de bailarines que no les conocía, al inmejorable compás de La Cumparsita. De inmediato acude a mi memoria Por una cabeza, de Gardel, inmortalizada por el baile de Al Pacino en Scent of a woman. Como los veo tan íntimos, decido no perturbarlos y me deslizo silenciosamente por las escaleras hacia mi cuarto en el piso de arriba. Creo que me alegro de ver mi cama. Debo reconocerlo; estoy algo cansado y unas horas de sueño no me sentarían nada de mal. Mañana comienza un nuevo día, de renovados ires y venires, desde las seis de la mañana, hora en que mi equipo de música vuelve a cobrar vida, encarnado esta vez en un aparato infernal, cuyas luces en la oscuridad me parecen ojos de fieras salvajes, y cuyos parlantes se asemejan a portentosas fauces esperando el instante preciso en que se cerrarán sobre mi memoria. Y como si quisiera adelantar este evento, me interno ahora bajo las sábanas y bajo el bosque milenario en que es transformada mi habitación por las melodías de Dead Can Dance. Y duermo. Duermo placenteramente.