zumbidos de abejas o avispas o abejorros en los oídos o en la mente

jueves, abril 19, 2007

Llegan vientos desde la luna

A propósito de este personaje que aparece en las noticias como el hombre que vende propiedades (terrenos, parcelas, etc.) en la Luna y del recientemente aparecido libro El viento de la luna, de Antonio Muñoz Molina (el que lo mencione no significa que lo recomiende ni mucho menos), recordé El palacio de la luna de Paul Auster... Gran libro; qué más puedo decir. No tan perfecto como Leviatán, pero en la misma línea: personajes muy bien delineados -tenemos un comienzo tan intrigante como repentino en que el protagonista está como perdido y se deja estar por la vida sin hacer nada (al punto de casi morir), hasta que conoce a un viejo inválido y la historia cambia de rumbo y empieza a girar en torno a él-, el azar como el gran protagonista tácito que va uniendo los eslabones de una larga cadena de coincidencias extrañas y únicas (llamémoslas austerianas), y una historia que mezcla vidas comunes y corrientes con la historia de América del Norte y con mitologías. Hay cabida para muchas cosas en esta novela (cosa que también podría ser criticable, si es que esto la convirtiera en nada más que un desafortunado pastiche, cosa que no pasa). Termino con una cita del libro, que es el final de un capítulo (los antecedentes no son necesarios, la escena habla por sí sola):

"Poco a poco, le veía perder fuerzas. La herida del vientre había dejado de sangrar, pero no cicatrizaba bien. Se había puesto de un amarillo verdoso y supuraba; las hormigas no paraban de pasearse por el vendaje. No era posible que nadie sobreviviera a aquello.
Le enterré allí mismo, al pie de la montaña. Le ahorraré los detalles. Cavar la tumba, arrastrarle hasta el borde de la fosa, sentirle caer cuando le empujé dentro. Creo que para entonces ya me estaba volviendo loco. Casi no fui capaz de llenar la fosa. Cubrirle, echarle tierra en la cara, era demasiado para mí. Lo hice con los ojos cerrados, así fue como resolví el problema, arrojando las paletadas de tierra sin mirar. Después no hice una cruz ni recé ninguna oración. Que se joda Dios, me dije, que se joda Dios, no le daré esa satisfacción. Clavé un palo sobre la tumba y sujeté una hoja de papel al palo. Edward Byrne, escribí, 1898 guión 1916. Enterrado por su amigo Julian Barber. Entonces me puse a gritar. Así fue como sucedió, Fogg. Usted es la primera persona a quien se lo cuento. Me puse a gritar y después me permití enloquecer."

viernes, abril 06, 2007

Tres poemas sin nombre aún

***

Me paro frente al muro blanco de mi mente
en él una puerta de ascensor se yergue
los pasillos de la universidad vacíos
los estudiantes ya se han ido
siento la soledad que recorre mi espina
como un escalofrío, de abajo a arriba
fría como la muerte
y se me pone la piel de gallina
por el recuerdo de tu beso en mi frente
y mi mano en tu mejilla
una lágrima corre triste
por el contorno de mi mente
aparece la esperanza inerte
el ascensor sigue su curso
la puerta no se abre
y nada cambia de rumbo.

***

Derrumbes, tempestades
Todo eso hay en tu corazón
Entonces, ¿por qué no vienes
y te refugias en mí, amor?

***

La aguja que atraviesa el ojal
viudo del botón que lo dejó
recorre épocas y transpone barreras
de tiempo y espacio luminoso
pero siempre se halla atada
desde el centro de su círculo
a un hilo bendito
que la detiene, sostiene
y vuelve a la realidad
de un solo jalón.

Un desnudo de Vallejo... ¡Magnífico!

Desnudo en barro

Como horribles batracios a la atmósfera,
suben visajes lúgubres al labio.
Por el Sahara azul de la Substancia
camina un verso gris, un dromedario.

Fosforece un mohín de sueños crueles.
Y el ciego que murió lleno de voces
de nieve. Y madrugar, poeta, nómada,
al crudísimo día de ser hombre.

Las Horas van febriles, y en los ángulos
abortan rubios siglos de ventura.
¡Quién tira tanto el hilo; quién descuelga
sin piedad nuestros nervios,
cordeles ya gastados, a la tumba!

¡Amor! Y tú también. Pedradas negras
se engendran en tu máscara y la rompen.
¡La tumba es todavía
un sexo de mujer que atrae al hombre!

César Vallejo
de Los Heraldos Negros (1918)