zumbidos de abejas o avispas o abejorros en los oídos o en la mente

viernes, diciembre 25, 2009

Le choc des cultures

El choque entre culturas, según la caricatura de Plantú en el diario Le Monde...


sábado, diciembre 19, 2009

Leyendo El lector

A Nahiomy y Jaime,
porque somos quienes somos

Fragmento de El lector (“Der Vorleser”):

(Michael, de 15 o 16, sube al tranvía para sorprender a Hanna, de 3o y tantos, quien trabaja como revisora de boletos. Es de madrugada y todavía no hay pasajeros. Ella va en el primer vagón junto al chofer, pero él se sube al segundo porque cree que ahí se dará la posibilidad de tener una mayor intimidad con ella. Sin embargo ésta aparenta no verlo. Él fija su mirada en ella un buen rato hasta que lo mira, como sin querer, pero luego sigue hablando con el chofer. Finalmente Michael se baja en un lugar de huertos y viveros, en medio de la nada.)

(...)Me puse en camino en dirección a casa, llorando a lágrima viva, y no pude parar de llorar hasta llegar a Eppelheim.
Volví a casa a pie. Intenté hacer autoestop, sin éxito. Cuando ya había recorrido la mitad del camino, pasó el tranvía. Iba lleno y no vi a Hanna.
A las doce estaba esperándola en su rellano, con el ánimo triste, atemorizado y furioso.
–¿Otra vez faltando a clases?
–Estoy de vacaciones. Oye, ¿qué ha pasado esta mañana?
Ella abrió la puerta y la seguí hasta la cocina.
–¿Cómo que qué ha pasado esta mañana?
–¿Por qué has hecho como si no me conocieras? Sólo quería…
–¿O sea que yo he hecho como si no te conociera?
Se dio la vuelta y me miró fríamente a la cara.
–Has sido tú el que se ha hecho el despistado. Cómo se te ocurre subir al segundo vagón, si has visto claramente que yo estaba en el primero…
–¿Y por qué crees que el primer día de vacaciones se me ocurre coger el tranvía de Schwetzingen a las cuatro y media de la mañana? Si no te das cuenta de que era para darte una sorpresa, es que estás ciega. Pensaba que te haría gracia. He subido al segundo vagón porque…
–Pobrecito. Levantarse a las cuatro y media, y encima en vacaciones.
Nunca la había visto tan irónica. Meneó la cabeza.
–Y yo qué sé por qué querías ir a Schwetzingen. Yo qué sé por qué haces como si no me conocieras. Es problema tuyo, no mío. ¿Y ahora puedes irte, si eres tan amable?
No puedo describir lo furioso que me sentí.
–Esto no es justo, Hanna. Sabías muy bien, tenías que saber, que sólo he cogido el tranvía por ti. ¿Cómo puedes creer que he hecho como si no te conociera? Si no hubiera querido verte, no habría cogido el tranvía.
–Mira, déjame en paz. Ya te he dicho que lo que hagas es problema tuyo, no mío.
Se había colocado de manera que la mesa de la cocina quedara entre los dos, y su mirada, su voz y sus gestos me trataban como a un intruso, me estaban echando de allí.
Me senté en el sofá. Ella se había portado mal conmigo y yo había ido a pedirle explicaciones. Pero ni siquiera había conseguido explicarme yo mismo. Es más, era ella la que me atacaba a mí. Y empecé a dudar. ¿Quizá ella tenía razón, no objetivamente, pero í desde su punto de vista? ¿Era posible, era quizá inevitable que me hubiera malinterpretado? ¿Quizá el episodio del tranvía le había dolido, aunque no fuera ésa mi intención, sino todo lo contrario, le había dolido realmente?
–Lo siento, Hanna. Ha sido todo al revés. No quería ofenderte, pero parece que…
–¿Parece? ¿O sea que parece que me has ofendido? Tú no podrías ofenderme a mí ni aunque quisieras. Y ahora, ¿me haces el favor de marcharte? Vengo del trabajo y me gustaría darme un baño y descansar un poco.
Me miró con gesto imperativo. Como no me levantaba, se encogió de hombros, se dio la vuelta, abrió el grifo de la bañera y se desnudó.
Entonces me levanté y me fui. Pensé que era para siempre. Pero al cabo de media hora volvía a estar delante de su puerta. Me dejó entrar, y yo cargué sobre mí la culpa de todo. Reconocí haber actuado de una manera inconsciente, desconsiderada, egoísta. Comprendía que estuviera ofendida. Comprendía que no estuviera ofendida porque yo no podía ofenderla a ella aunque quisiera. Comprendía que, aunque no era quién para ofenderla, mi comportamiento había sido intolerable. Al final hasta me alegré cuando ella reconoció que lo de la mañana le había dolido, o sea que no le había resultado tan indiferente e insignificante como pretendía.
–¿Me perdonas?
Asintió con la cabeza.
–¿Me quieres?
Volvió a asentir.
–La bañera todavía está llena. Ven, voy a bañarte.
Más adelante me pregunté si había dejado el agua en la bañera porque sabía que volvería. Si se había desnudado porque sabía que no podría quitarme su imagen de la cabeza y eso me haría volver. Si sólo había querido ganar en un pequeño juego de poder. Cuando acabamos de hacer el amor, tumbados en la cama, le expliqué por qué había subido al segundo vagón en lugar de al primero. Y se lo tomó a broma.
–¿Hasta en el tranvía quieres acostarte conmigo? ¡Ay, chiquillo, chiquillo!
Era como si el desencadenante de nuestra disputa no tuviera en realidad ninguna importancia.
Pero su resultado sí tuvo importancia. Yo no sólo había perdido aquella batalla. Tras una breve lucha, había capitulado al amenazarme ella con echarme de su vida, con retirarme su amor. En las semanas siguientes ni siquiera hice un amago de lucha. Cada vez que ella me amenazaba, me rendía incondicionalmente a la primera. Cargaba con las culpas de todo. Reconocía errores que no había cometido y confesaba intenciones que nunca había albergado. Cuando ella se ponía dura y fría, yo le suplicaba que volviera a poner buena cara, que me perdonase, que me quisiera. A veces me daba la sensación de que a ella misma le mortificaba su frialdad y su dureza. Como si añorara la calidez de mis disculpas, protestas y súplicas. A veces me daba la sensación de que sólo quería imponerse y basta. Pero, fuera como fuera, yo no tenía alternativa.(...)