zumbidos de abejas o avispas o abejorros en los oídos o en la mente

miércoles, enero 30, 2008

En Pauls confiamos (PARTE II: La crítica)

Hablemos del omnipotente, omnipresente y omnisapiente Pauls. El tipo tiene una prosa genial, de eso no hay duda. Pero... ¿Y a mí qué? ¿Qué diablos me importa eso? Las mejores novelas no necesitan necesariamente una buena o más que buena prosa. Y en este caso pareciera que este tópico es el de mayor interés para Pauls. Lo han dicho ya varios críticos, refiriéndose a su último libro (Historia del llanto) o a El pasado, otra hija predilecta de los imperios Herralde (del que he hablado con admiración en ocasiones anteriores, pero cuyo catálogo ciertamente tiene muchísimos puntos defectuosos y que, luego de enterarme de la manipulación de los dichos de cierta crítica de un diario norteamericano para hacerlas parecer como avaladoras de la novela de Auster Viajes en el Scriptorium, ya nunca podré mirar con los mismos ojos), cuya lectura es cuando menos lenta y ardua.
Tal vez sobreestimé en demasía a Anagrama, la editorial que publica a Pauls en el mercado español. Es, en verdad, como cualquier otra editorial cuando de vender su producto se trata.
Veamos la contratapa de Wasabi. Bla-bla-bla, sí claro, bla-bla-bla. Las primeras quince líneas constituyen el inútil resumen de la trama, donde los datos innecesarios abundan por sobre los necesarios. Dice que la ciudad donde se instala el protagonista, Saint-Nazaire, fue bombardeada por los aliados dejando intacta sus bases submarinas. ¡Plop! Hay novelas sobre guerras y otras donde el contexto cobra vital importancia para entender a los personajes, pero este no es uno de esos casos. ¡Y no me digan que éste es uno de esos libros con significado oculto porque no lo es! La trama es clara (hasta cierto punto) y lineal (casi todo el tiempo).
Sigamos. Más adelante se habla de "sobremesas alcohólicas", hechos inexistentes en el libro o al menos, totalmente superfluos. Y como si la imaginación del que escribió este resumen no fuera ya lo suficientemente fértil, agrega que el protagonista se ve empujado a "un laberinto de espejismos y trampas en cuyo centro lo esperan la intemperie, el delirio y acaso el crimen". ¡Por favor! Esta es la típica novelita producto de las fantasías de un hijito de burgués, las que no conducen, a fin de cuentas, a ningún lado. Y continúa, alabando luego la certeza de Pauls al describir los desvaríos de la mente y el corazón. Lo único que calza con el tópico "desvarío del corazón" es un pasaje ínfimo (no más de 10 páginas) en que el protagonista se pregunta si el hijo de su novia recién embarazada es suyo o de otro. Hay una cierta alienación del personaje, sí, pero no sé si alcanza para llamarla "desvarío".
Sigamos. ¿"Desopilante"? Si no fuera pleno día pensaría que mi miopía aumentó aún más o que el cansancio luego de un día de vagancia por Santiago está afectando mis facultades. No me digan que esta historia es desopilante. Incluso graciosa ya es un poco exagerado, pero desopilante... Desopilante es Bukowsky o Monterroso. No Pauls. Nunca Pauls. Jamás Pauls.
Y para terminar, la "mejor" frase de la contraportada: el resumen del resumen. Lleno de palabras fáciles, dignas del mejor publicista. " La crónica alucinada de cómo un escritor se fabrica un mundo atroz para acceder a la verdad del amor y la literatura". Creo que ni siquiera necesito comentarlo.

En Pauls confiamos (PARTE I: Lo que pasó)

Hay días en que no todo sale como quisiéramos. Hoy, por ejemplo, llegué a mi casa con la mitad del cuerpo completamente empapada. Esto sucedió porque un grifo se rompió regando su contenido hacia la calle y dejando un hondo rastro de agua a lo largo de ella, y porque un automovilista no lo pensó dos veces antes de pasar junto a mí a más de 100 km/h justo por encima de la poza más grande de la cuadra. Por un momento creí estar de nuevo en Iquique, cuando casi me ahogo en las vacaciones del '98. El maldito cruzó tan rápido que ni siquiera tuve oportunidad de gritarle "sacogüea", "imbécil" o "hijo de puta"... Bueno, quizá "hijo de puta" no, porque qué culpa tiene la puta de su madre de haber parido un hijo tan imbécil y tan sacogüea como el que me mojó.
Sin embargo sospecho que quizá la culpa no sea enteramente suya. Entre los objetos que llevaba conmigo al momento del incidente, los más afectados fueron los dos libros en mi mano derecha (el lado por el cual me acometió la ola gigante) y de entre ellos, el más externo: Wasabi, de Alan Pauls. Su destino era impostergable y yo lo sabía. Tenía toda la intención de devolverlo hoy , ya que el plazo de la biblioteca vencía esta semana y mañana saldría de viaje con mi familia. Para desgracia mía, la biblioteca había cambiado a horario de verano y solo atendía desde las una de la tarde, cosa que no supe sino hasta las once de la mañana cuando pasé frente a la fachada del edificio y no tenía ni el tiempo ni el deseo para esperar dos horas más. Así que el maldito libro regresó conmigo a la casa. Y como si fuera un mandala de maldad, atrajo el agua hacia mí furtivamente, operando bajo los designios del despecho y la frustración.
Deberían encerrarme por pensar tantas idioteces, lo sé. Pero de alguna forma presiento que ese libro no es tan inocente como parece. De modo que como no tengo con quién o con qué desquitarme (mientras acabo de escribir esto es probable que el conductor ya deba estar en su casa (engañando a su mujer con otra, lo más probable), y no hay forma satisfactoria tampoco de descargar mi ira a través de un telefóno si es que decidiera llamar a la gente de la biblioteca), lo haré con esta maravillosa novela.

lunes, enero 07, 2008

Cultura, celulares y mujeres

Esto le pasó a un amigo como hace 3 ó 4 años (creo), antes de que se implementara el Transantiago, o cuando recién cambiaban algunas micros amarillas por verdes. Y me lo contó como sigue:

9:00 pm. Era tarde cuando salía del cine en pleno centro contaminado de Santiago y me dirigía a la parada más próxima. Ahí aguardé una de las tantas micros en perfecto estado (con la garantía Trivelli de un año de duración) que podrían llevarme a mi destino: más horas frente a una pantalla. Sólo que ahora sería la de un televisor justo a los pies de mi cama, en un ambiente mantenido por un precario calefactor eléctrico que compré en el Persa el otro día gracias al bono de ocho lucas de Lagos. Al fin la esperada micro llegó. ¡Cuál sería mi sorpresa al constatar que el conductor no era "él" sino "ella"! Pero mi sorpresa no pasaba más allá de ser una impresión causada po el natural impacto de algo que no se ve todos los días. Lo que quiero decir es que la raíz de esa reacción nunca estuvo en el consabido machismo reinante en nuestro país. Es sólo que era extraño. Era la primera vez que me tocaba. Y desde el principio no me causó buena impresión. Andaba con el dichoso celular, y la llamaban a cada rato. Alguien se ha dado cuenta de que la aparición de la mujer-chofer, tal vez no hubiera ocurrido de no ser por la invasión de los celulares...
Yo iba en los lugares de en medio, parado, pero pude escuchar claramente a un tipo más adelante gritando "¡ya pues!, menos comadreo señora, preocúpese de manejar", acompañado por los ya archiconocidos chiflidos de desaprobación usados en estos casos, provenientes de las bocas de otros caballeros tanto o más molestos que él. Como respuesta, en el asiento junto a mí una madre iniciaba con su hija una conversación pro-mujer en defensa de sus derechos del tipo: "Bah, pero si los hombres igual hablan harto..." y "...pero por lo menos no van como locas por las calles..." Frente a esto no pude menos que soltar unas cuantas carcajadas. Y al parecer, yo era el único que me daba cuenta de toda esta situación, porque otros dos -fulano y zutano, presumo- me miraron con cara de "¿y éste de qué se ríe?" En esas estaba, cuando sonó mi celular. Era mi papá, queriendo saber de mí:
-Hola, oye, acuérdate de que hoy es el partido.
-¡Chuta, el partido! Se me había olvidado.
-¿Dónde estás?
-Aquí en la micro, recién. La tomé como hace 20 minutos, pero tiene pa' rato porque la chofer es más lenta. Persona que entra, persona a la que le habla; y no parte nunca...
Cuando corté, me percaté del real y duro significado de mis palabras. Casi sin darme cuenta y como si fuera lo más natural del mundo, había participado del machismo colectivo hegemónico en la micro.
Cuando por fin llegamos a mi parada, luego de al menos una hora de viaje y de reflexión, fui por el pasillo hacia la chofer con el firme propósito de enmendar mis obtusos pensamientos. Entonces me acerqué y le dije:
-Pucha oiga, que se demoró. Ya debe estar terminando el primer tiempo del partido. ¡No sabe que no se puede hablar por celular mientras se conduce!
Y me bajé. Y ella, ya acostumbrada a este tipo de comentarios, sólo se limitó a murmurar unos "ya, ya, bueno", como diciéndome "qué le vamos a hacer". Así, la micro siguió su camino y yo el mío en direcciones transversales. Me fui corriendo. También la micro. Yo, para llegar al comienzo del segundo tiempo. Y ella, para llegar a casa a atender a sus hijos y esposo, mientras ellos ven cómodamente el partido. Bueno, qué puedo decir. Algunas cosas no cambian.

Ah sí. Casi lo olvido. Este amigo me dijo que si alguna vez tuviera que escribir acerca de esto, terminaría con un último mensaje, una especie de moraleja, creo yo:
"A todas esas mujeres que creían que la liberación femenina ya era un hecho, les digo que mejor no se echen tanto rímel en los ojos para que puedan abrirlos bien y vean que, ciertamente, eso dista mucho de la verdadera realidad".


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